05 mayo 2008

Tonta


Él habla por teléfono con su novia, y yo, la otra, no quiero escuchar. A pesar de que había demostrado mi abnegación marcando los infinitos números de la tarjeta internacional y esperado a que diera el tono de llamada, no quería estar ahí, mi devoción llegaba hasta ese punto. Le alcancé el auricular y me alejé de la esquina donde estaba el teléfono público.
Había llovido durante las últimas 48 hs, que eran prácticamente la cantidad de hs que habíamos estado juntos en el total de nuestras vidas.
La lluvia, junto con nosotros, había cambiado de intensidad y combinado con vientos provenientes del sur o del suroeste, pero siempre nos había perseguido en ese feo pueblo playero que se parecía tanto a una sala de espera de hospital.
Caminé unos metros, en contra del viento, el viento estaba mojado, me mojaba la cara pero me gustaba, le daba dramatismo a la situación. Ahí está él, metiéndome los cuernos con su novia, y yo, grandísima tonta, me recorro toda la costanera preguntando por una tarjeta internacional en cada kiosko y farmacia de la avenida.

-Tenés tarjeta telefónica internacional? –No, se terminaron, preguntá allá a mitad de cuadra. Me decían siempre. Hasta el día de hoy me pregunto qué mierda pasaba si esa ciudad de porquería ni siquiera era receptora de mucho turismo internacional.
El, mi pasivo comprador de tarjeta y yo la traductora oficial, habíamos llegado a hacer una clasificación de los tipos de personas que trabajaban en aquellos locales comerciales. Yo lanzaba una carcajadita angustiada ante sus comentarios agudos e inteligentes aunque verdaderamente prefería estar con los pececitos debajo del mar. No obstante, seguí firme la búsqueda.

Sin poder avanzar demasiado por la lluvia, me senté en un cantero en medio de la amplia vereda de la costanera. Mientras pensaba: “la tarjeta tiene 20 minutos, así que hablará por lo menos 15, para qué voy a volver para verle la cara cuando le manda besos de despedida. Me quedo acá y listo”
La lluvia comenzó a hacerse más intensa. Los puestos de la vereda del frente habían cerrado y guardado sus productos playeros como mejor podían. Yo, mientras, sólo podía pensar en la situación infeliz en la que me encontraba, ¿qué me importaba la lluvia y el viento, en el mar de autocompasión en el que me ahogaba?
Estaba mirando una palmera a contraluz de un foco de la avenida cuando uno de los puesteros comenzó a hacer señas, salí de mi estado de abulia y lástima por mi misma: un joven de no más de 20 me rogaba que cruzara a refugiarme a su puesto de salchichas de enfrente, bajo una carpa compuesta por varios parasoles. Ante mi burguesa respuesta negativa, me pidió que fuese entonces a cualquier lugar donde pudiera resguardarme. Me levanté, despegué de mi pecho los 40 kilos de dinamita y dejé el equipo de mártir en el cordón cuneta.
Volví a los negocios de playa cercanos a la esquina del teléfono público. La gente me observaba curiosa llegar empapada y con la mirada perdida. Miré de reojo hacia el teléfono público: estaba vacío. -Mierda, -pensé-, ahora lo pierdo para siempre. Sabía que aún faltaban otras 48 hs para que yo volviera a mi ciudad natal y él a seguir recorriendo las latitudes tropicales, pero la hiperbolia que me caracteriza pudo más. Imaginé escenas telenovelescas en donde él se había preocupado tanto que decidía lanzarse al mar embravecido para acabar con su sufrimiento. También imaginé una escena de reencuentro en donde nos abrazábamos conmovidos, llorábamos y teníamos sexo hasta dormirnos, lo cual, claro, era poco probable en aquel contexto de espacio público y alto porcentaje de humedad.

“-Mierda, me voy a tener que poner los anteojos-Pensé. -Tal vez esté con el grupo ese de gente refugiada bajo la heladería.” Me puse los malditos anteojos, estaban empañados y horribles, horribles como mi cara demacrada por la angustia y la inseguridad que implica ser la número 2. 2 vidrios mojados, 2 ojos miopes y 2 grados hacía gracias al viento hijo de puta. Ahí estaba él con su camperita de adolescente de 32 años mirando ansioso como cruzaba la inundada calle. Entramos a la heladería, vimos los helados, pero como hacía demasiado frío para helado y como no tengo mucho poder de decisión, terminamos con dos latas de cerveza en la mano. El una grande y yo una chica.