22 noviembre 2009

Lapsus, histeria y las sobras del mediodía




Juan Pablo, está contracturado, lleva cinco horas frente al procesador de textos, levanta los brazos como para darle un descanso a su espalda y se queda mirando el reloj cuadrado blanco que tiene sobre la pared.
Ese mediodía había almorzado en la casa de Violeta con el viejo grupo de amigos, la reunión había sido bastante similar a otras acontecidas durante ese año, pero con la diferencia de que Juan Pablo siempre había estado acompañado por Mariana, y Violeta por alguno de esos muchachos que jamás duraban hasta el siguiente encuentro. Este día Juan Pablo había ido solo, Mariana había ido a pasar unos días con una amiga cuya madre había muerto recientemente.
Violeta por primera vez estaba sola y llevó a cabo la tarea de anfitriona con una gallarda -pero más sincera- soledad.

Ella hizo saber a todos los comensales que había trasnochado, que estaba demacrada y cansada, pero a Juan Pablo le pareció que Violeta estaba hermosa, pensó que las ojeras le daban un aire de tristeza y abandono que le daban ganas de abrazarla y quererla aunque más no fuera por un rato.

Algún comentario malicioso sugirió que en las quejas de Violeta se dejaba entrever un intento de generar algún tipo de lástima o una manera de demostrar a sus cuarentones amigos que aún era una linda chica capaz de tener vida nocturna sin soportar demasiado las consecuencias al día siguiente, o por lo menos eso fue lo que entendió él. Por precaución, nadie preguntó que había hecho la noche anterior, de todos modos sabían que la respuesta sería evasiva o, mucho peor, fantasiosa.

Silvina y Daniel ayudaron a Violeta a servir la comida; las conversaciones durante el almuerzo fueron: los progresos escolares de los hijos de José y Sofía, el embarazo de Estela, el trabajo de Alfredo, el auto nuevo de Javier, la historia del examen de manejo de Josefina, la corrupción, la inflación -y las medidas que debía tomar del gobierno-, el vestido de la primera dama, el tapado de piel de la madre de Esteban y como debían prepararse las frutillas a la naranja.

Después de tomar el café Juan Pablo se ofreció a lavar los platos mientras Violeta secaba algunas cosas. Cuando Juan Pablo se descubrió a sí mismo mirando de reojo los hombros descubiertos de su amiga, sintió que el estómago se le ponía duro y le daba un escalofrío no exactamente agradable. Miró sus manos coloradas, pensó en los sabañones de su madre. El agua estaba muy caliente, pero no dijo nada.

Los ladridos de Histeria y Lapsus, los perros de Mariana, lo sacan de la especie de regurgitación en la que se encontraba envuelto y vuelve a mirar el reloj blanco que marca las 8.30. Una puntada le recorre las sienes de un lado al otro. Se da cuenta que aún no ha terminado el informe. Escucha la vibración de su celular, un mensaje de Violeta, quien muy informalmente lo invita a comer las sobras del mediodía. Juan Pablo le contesta evasivamente que está ocupado, que no sabe, que tendría que terminar el informe, que hablan más tarde.
Juan Pablo mira fijo la pantalla de la computadora, piensa en Violeta, en sus intenciones, en si era consciente de lo que estaba haciendo o si actuaba impulsivamente. De cualquier manera, piensa, no hay forma de que Violeta no supiera que estaba rompiendo con la silenciosa distancia con la cual habían mantenido su relación durante los últimos años. Ese día Juan Pablo estaba solo, sin Mariana, y eso lo hacía vulnerable, podía ser fácilmente blanco de los ojos pesados y las palabras enruladas de Violeta.

Teme haber sido muy duro en el mensaje de texto, la llama para explicarle que está muy cansado y que lo disculpe. Violeta acepta la respuesta muy naturalmente, pero logra manipular la situación para que fueran al teatro al día siguiente con Esteban. Después pregunta si en ese horario ya iba a estar Mariana para que no se lo perdiese, él contesta con una evasiva y para cerrar afirma que se comunican al día siguiente.

Todavía con el teléfono en la mano Juan Pablo recuerda la última vez que había estado solo con Violeta; no conocía aún a Mariana, fue poco antes de hacer la especialización, Violeta estaba ahogada en lágrimas por la muerte de su hermano mayor, y él, como buen amigo, había tratado de contenerla limpiándole el maquillaje corrido con su pañuelo marrón y obligándola a comer caramelos para que no le bajase la presión.

El hambre lo hace abandonar el masoquista pensamiento, levantarse de la silla con rueditas y respaldo reclinable heredada de su tío Armando. Va a la cocina, prende el horno, lava unos platos que habían quedado sucios del día anterior, mete dos porciones de tarta de jamón y queso y lee la revista de ofertas del supermercado. A los 10 minutos, la tarta está caliente, tal vez no lo suficiente, –piensa- pero no quiere esperar. Lleva el plato al estudio y se come la tarta con la mirada fija en la pantalla, después intenta seguir con el informe. Pero no puede, necesita calmarse, escuchar una voz que lo tranquilice, que le dijese dónde estaba parado, alguien con quien no tuviese que demostrar nada, con quien no hubiese que mantener ningún equilibrio.
Levanta el teléfono para llamar a Mariana, su novia, su amante, su compañera durante los últimos cinco años. Marca un número de celular de once dígitos, espera ansioso la respuesta después del tercer “Tuu”. Por fin escucha una voz familiar que le dice “Hola”. Como acto reflejo, responde.

Las treinta y dos milésimas de segundos entre la hache y la a fueron suficientes para descubrir a quien había llamado, sentirse profundamente humillado, y ver la cara de Violeta, sus ojeras, sus labios y su mueca triunfal.